Comentario
El asesinato del presidente del Gobierno puso de manifiesto el nerviosismo de los sectores inmovilistas, como se pudo comprobar en la instrucción del director general de la Guardia Civil (Iniesta Cano) a sus subordinados en la que trataba de forzar la confrontación. Mostró la debilidad del entonces vicepresidente del Gobierno (Torcuato Fernández Miranda), que fue marginado de la elección del nuevo presidente, no pudiendo capitalizar políticamente la crisis. Y, asimismo, reflejó la fuerza del entorno familiar de El Pardo, que impuso como presidente al responsable de la seguridad del Estado y por tanto culpable de los fallos cometidos en la seguridad personal de Carrero; es decir, que Carlos Arias sería nombrado nuevo presidente.
Las principales características de este periodo vienen marcadas en primer lugar por la creciente indefinición en la actuación del Gobierno, que se mueve a impulsos tan dispares como el espíritu del 12 de febrero, o el endurecimiento de la represión y el aislamiento internacional que debe soportar durante los últimos meses de la vida de Franco; en segundo lugar, por la interinidad del Príncipe de España y el creciente deterioro físico de Franco; y en tercer lugar, por la mayor audiencia pública de la oposición y sus intentos frustrados de lograr la unidad en la acción, además de por la aparición desde los clubs de opinión y las sociedades de estudios de propuestas más o menos articuladas de lo que va a ser el proyecto reformista.
El nuevo Gobierno tuvo fuertes dosis de continuidad, ya que mantuvo a ocho ministros del anterior, e incorporó a personas de total confianza del nuevo presidente y a miembros activos del Movimiento provenientes de Falange. Acaso el hecho más significativo fue la salida del mismo de los denominados tecnócratas, que habían sido los protagonistas de la vida política española desde 1957.
Los temas básicos con los que se tuvo que enfrentar el Gobierno fueron: el orden público, la crisis económica y el desarrollo político. En cuanto al primero se procedió a un endurecimiento de la represión, como se puso de manifiesto en hechos tan dispares como la ejecución de Salvador Puig Antich, el arresto domiciliario del obispo de Bilbao monseñor Añoveros, la declaración del estado de excepción en el País Vasco en abril de 1975, la detención de un comandante y ocho capitanes acusados de pertenecer a la UMD, o los cinco fusilamientos del 27 de septiembre de ese mismo año.
No son ajenas a este incremento de la represión las cada vez más numerosas acciones de protesta. De hecho tanto 1974 como 1975 fueron los años donde el volumen de actividad huelguística durante el franquismo fue mayor. En 1975 se produjo, además, el triunfo de las Candidaturas Unitarias y Democráticas en las elecciones sindicales, lo que puso de manifiesto la creciente pérdida de credibilidad de los medios oficiales entre los trabajadores. Pero lo que encrespó más al Gobierno y a los sectores inmovilistas fue la escalada terrorista: así, el 13 de septiembre de 1974 se produjo el atentado de ETA en la cafetería Rolando de Madrid, lugar frecuentado por la policía, que costó la vida a 12 personas. Arias, una persona insegura tuvo que enfrentarse a la ultraderecha (" el búnker") y ver cómo su actuación era condenada desde dicho sector en un famoso artículo ("Señor Presidente"), en el que Blas Piñar declaraba con toda rotundidad: "nos autoexcluimos de su política... Nosotros no queremos ni obedecerle ni acompañarle". Hay que tener presente que entre enero de 1974 y julio de 1975 se contabilizaron más de doscientos actos violentos, y entre marzo y octubre de 1975 murieron 11 policías y guardias civiles en atentados perpetrados por ETA y el FRAP.
Esta situación hizo que el Gobierno, que inauguró su mandato con promesas aperturistas, cambiase su discurso y su acción hacia el endurecimiento de la política de orden público. Era un Gobierno sin rumbo, que se dejaba llevar por los acontecimientos inmediatos e incapaz de tener un proyecto propio y de futuro. Un Gobierno vacío, sin ideas, en permanente deriva y pilotando un barco donde las vías de agua eran cada vez mayores.
Para complicar aun más la situación, el Gobierno tuvo que hacer frente a la crisis económica, no siendo capaz de dar una respuesta coherente. En 1974 y 1975, se pusieron en marcha dos tipos distintos de política económica para hacer frente a la crisis: la política compensatoria del 74 y la política restrictiva del 75. La primera de ellas trataba de compensar el alza de los precios de la energía mediante subvenciones y desgravaciones tributarias. Esta acción se acompañó del estímulo a la demanda interna, una moderada política monetaria y una creciente intervención en los precios, así como una sobreindiciación de los salarios. Sus resultados, como señala Fuentes Quintana, fueron un creciente desequilibrio en la balanza de pagos y en el Presupuesto.
Los efectos negativos fueron la consecuencia de no tener en cuenta las limitaciones de los recursos energéticos, lo cual provocó un mayor consumo de los mismos e importantes desequilibrios tanto internos como externos. El Gobierno se vio obligado a cambiar de rumbo durante el mes de abril de 1975. El objetivo de la política restrictiva partía de un análisis más realista de la situación, al reconocerse que la crisis iba a ser duradera y el tratar de combatir sus efectos: intensa inflación, desequilibrios de la balanza de pagos y excesivo consumo de petróleo. Para ello se tomaron medidas que afectaron al Presupuesto, la política monetaria, la política de regulación de precios y sobreindiciación de las rentas y los tipos de cambio, es decir, se trató de actuar de forma ortodoxa, lo que implicó por una parte unos buenos resultados en temas como la desaceleración de los precios, pero, por otra, se siguieron produciendo importantes desequilibrios en la balanza de pagos.
La actuación de los Gobiernos de Arias Navarro en el campo político estuvo sujeta a constantes cambios. En un primer momento, el presidente del Gobierno apostó por la vía aperturista tal y como quedó patente en su discurso ante las Cortes a principios de febrero de 1974 (espíritu del 12 de febrero). En dicho discurso Arias Navarro prometió con un detallado programa la apertura del Régimen a través de un Estatuto de Asociaciones Políticas. La idea central del mismo fue que el consenso nacional expresado hasta entonces en "forma de adhesión" a Franco había de expresarse en adelante "en forma de participación" en el régimen. Ello suponía el límite evolutivo del Movimiento Nacional, que había venido sufriendo un progresivo cambio desde su creación. Baste señalar en tal sentido tres etapas: 1) El Movimiento-organización (partido único) como un todo, lo que excluía cualquier concepción no acorde con las directrices del Estado. Coincide con los primeros años del régimen y responde a una concepción ideológica propia de los totalitarismos; 2) El Movimiento-comunión en el que se insiste, al calor de las reformas económicas y la transformación social que se está produciendo, en la unión de los españoles en torno a la figura de Franco, que trata de legitimarse a través de la eficacia; y 3) El Movimiento-participación, que reconoce las diferencias políticas entre sus apoyos y trata de crear vías limitadas de participación.
Para la elaboración del Estatuto de Asociaciones se constituyeron dos comisiones. La presidida por Juan Antonio Díaz-Ambrona estaba formada Rafael Arias Salgado, Francisco Rubio Llorente, Gabriel Cisneros, Manuel Gonzalo y Eduardo Gorrochategui; su planteamiento era de apertura del juego asociativo a todas las fuerzas políticas con exclusión de los comunistas. El control de las asociaciones se reservaba al Gobierno y a los tribunales, excluyendo al Consejo Nacional. Al mismo tiempo se constituyó una segunda comisión en el Consejo Nacional del Movimiento, de la que formaban parte los falangistas Fueyo Alvarez, Eduardo Navarro, Labardie Otermín, Pinilla Touriño, Dancausa de Miguel y Martínez Emperador. Dicha comisión se movía entre dos propuestas: una que daba el control absoluto de las futuras asociaciones al Consejo Nacional, y otra que se situaba más en el campo gubernamental que pretendía que el control estuviese en el Ministerio de Gobernación, posibilitando el recurso a los tribunales.
Tal y como había sucedido en otros momentos de la historia del Régimen, el resultado (Decreto-ley 7/1974 de 21 de diciembre) fue un tanto ecléctico. En su preámbulo se establecía que las asociaciones eran la expresión del desarrollo político del régimen, tratando de instaurar un sistema de representación política superior al de los países democráticos, lo cual no deja de ser una ironía. Las asociaciones serían un complemento al modelo de representación orgánica ya existente, limitando sus actuaciones a los Principios Fundamentales del Movimiento, y correspondiendo al Consejo Nacional el control sobre las mismas. El proceso de constitución era muy complicado y si bien se contemplaba la posibilidad de participar en los posibles comicios que hubiese, su viabilidad era mínima. De hecho, rápidamente tanto los sectores reformistas como los continuístas rechazaron acogerse a este decreto-ley, y aunque se llegaron a formar hasta siete asociaciones, dicho camino se mostró inútil.
En todo caso merece la pena señalar que algunas de estas asociaciones sirvieron para constituir posteriormente Alianza Popular, o para aglutinar en torno a Suárez a una parte de sus futuros colaboradores. El fracaso de esta opción condujo a ciertos sectores de la derecha a organizarse en torno a sociedades de estudios, como el Gabinete de Orientación y Documentación (GODSA) que elaboró la línea política de Fraga para los primeros años de la transición, o la Federación de Estudios Independientes (FEDISA), en la que se sientan las bases de la reunificación de los grupos de centro.
Por su parte, grupos reformistas como Tácito calificaron al Estatuto como antiasociacionista y un obstáculo para la evolución democrática de la sociedad desde la legalidad. Mientras, personalidades ligadas a la Administración como Oreja, Ortega Díaz-Ambrona o Fernández Ordoñez hicieron pública su posición a favor de una profunda reforma constitucional que posibilitase el reconocimiento de los derechos democráticos, evitando así la ruptura.
Buena muestra de la inestabilidad gubernamental son los cambios habidos en el gabinete en tan corto espacio de tiempo. Así, a finales de octubre de 1974 fue destituido Pío Cabanillas por su política informativa de corte aperturista, lo que provocó la solidaridad y consiguiente del ministro de Hacienda (Barrera de Irimo). Dicha minicrisis implicó la dimisión a su vez de varios altos cargos de la Administración que se habían distinguido por sus posiciones reformistas (Marcelino Oreja, Ricardo de la Cierva, Francisco Fernández Ordóñez...). Estos cambios supusieron la sentencia de muerte del espíritu del 12 de febrero, que había venido soportando fuertes críticas desde los sectores inmovilistas ("Gironazo"; Blas Piñar denunciaba que en el Gobierno había "enanos infiltrados", en clara alusión a Pío Cabanillas, y calificaba a cierta prensa como "canallesca"). En marzo del año siguiente y tras la negativa el mes anterior de cualquier reforma constitucional, hubo de nuevo un cambio en el Gobierno que afectó a cinco Ministerios, y en junio, tras la muerte en accidente de Herrero Tejedor, que ocupaba la Secretaría General del Movimiento, fue nombrado para dicho cargo José Solís, lo que significaba, en opinión de los sectores reformistas, una vuelta al pasado.
La cada vez más delicada salud de Franco obligó a que don Juan Carlos, que se mantenía en un discreto segundo piano, tuviese que asumir interinamente la Jefatura del Estado entre el 19 de julio y el 1 de septiembre de 1974. La tromboflebitis que aquejó a Franco durante dicho periodo puso sobre el tapete su cada vez más cercana desaparición, por lo que buena parte de los movimientos políticos que se iban a producir a partir de ese momento se deben de situar en un hipotético escenario sin Franco. En todo caso, durante esta primera interinidad, don Juan Carlos tuvo que soportar la larga sombra del enfermo en sus difíciles relaciones con el presidente del Gobierno. De hecho la asunción de nuevo de las funciones de jefe del Estado por Franco, sin previo aviso al Príncipe, debió de suponer para éste un respiro, pues se veía obligado a ejercer su mandato fuertemente condicionado por un Gobierno en parte hostil, a lo que cabe añadir la ofensiva del "búnker" y las difíciles relaciones con don Juan.
Tras la multitudinaria manifestación de apoyo al Régimen el 1 de octubre de 1975, a raíz de los fusilamientos del 27 de septiembre y el rechazo internacional a dichas ejecuciones, Franco entró en una larga y penosa enfermedad que le llevaría a la muerte el día 20 de noviembre. En dicho periodo, don Juan Carlos tuvo que volver a ocupar interinamente el cargo de jefe del Estado, aunque en esta ocasión existía un razonable convencimiento de que sería algo definitivo. En este periodo, cuando la mayor parte de los españoles estuvo pendiente de los partes diarios del "equipo médico habitual", la descomposición política estuvo alimentada al menos de tres hechos: 1°) la incomprensión por parte de Franco y de sus más fieles adictos de la posición crítica de la Iglesia; 2°) la ofensiva de Marruecos sobre el Sahara; y 3°) las maniobras tanto de Arias como de Rodríguez de Valcárcel para impedir la libertad de movimientos de don Juan Carlos y condicionar sus futuras actuaciones.
La muerte de Franco y la puesta en marcha de los mecanismos previstos para la sucesión abrieron un nuevo escenario en la Historia de España. El conflicto básico se iba a situar en un primer momento entre aquellos que querían mantenerse en el pasado (inmovilistas y continuistas) y aquellos que desde el presente querían construir un sistema democrático (reformistas). Para ello contaron estos últimos con el inestimable apoyo del Rey, que en su afán por salvar la institución monárquica hubo de optar por el sistema democrático como única garantía de su continuidad, rechazando por tanto las posturas continuistas y las rupturistas. La transición iniciaba su camino.